miércoles, 7 de mayo de 2014

Desconocida




No va a venir. Lo sabías desde el mismo momento en que entraste en el bar y te sentaste a la mesa. A pesar de todo, elegiste el lugar de siempre, junto al ventanal, para verla llegar, para disfrutar incluso de esos instantes casi mágicos en que la contemplas sin que ella lo sepa, en que ella es sin artificio, sin simulación, sin esfuerzo alguno por aparentar. Como aquella primera vez, cuando nuestros caminos se cruzaron en el pasillo del metro. Sé que no me vio, que no se fijó en mí -¿por qué iba a hacerlo? Pero yo no pude evitar girarme y seguirla con la mirada mientras desaparecía entre la gente que iba y venía sin darse cuenta de lo que acababa de suceder. Tendría que haber ido tras ella, pero no lo hice. Me quedé plantado allí en medio, recibiendo empujones, petrificado. Pensando que nunca la volvería a ver.

Pero no fue así. Apenas una semana después coincidimos en la entrada del cine. Ella iba con dos amigas, y esta vez no había escapatoria. Las butacas eran numeradas, y mi asiento estaba cuatro o cinco filas más atrás que el suyo, y más lejos del pasillo. Pero en las escenas más luminosas de la película alcanzaba a entrever, a través del mar de cabezas, su melena rojiza. Eso me bastaba, al menos durante aquellas dos horas en la oscuridad.

Cuando terminó la sesión, traté de retrasar mi entrada en el lento desfile de salida por el pasillo, para situarme a su lado. Calculé bien, y estaba tan cerca que casi podía olerla, empapándome de su voz, de su risa, de su perfil, de su andar. De repente, una de sus amigas me pisó.

- ¡Ay, perdona! ¿Te he hecho daño?

Ella se volvió y me miró durante un segundo. 

- No, nada, no es nada, gracias- balbucí, sin mirar ni siquiera un momento a quien me hablaba, los ojos fijos en ella y, supongo, una sonrisa forzada.

Un nuevo afluente humano se interpuso entre nosotros. Cuando alcancé el vestíbulo ya no estaba. Salí precipitadamente y comencé a recorrer los alrededores, buscándola. Pero era imposible, demasiada gente, demasiadas calles, demasiados posibles destinos. ¿Habría cogido un taxi, un autobús, el metro? ¿Viviría en el barrio? ¿Había agotado las probabilidades de volver a encontrarla?

Viví semanas de melancolía con el recuerdo de esos dos fugaces encuentros, desolado por mi falta de audacia -suena mejor que cobardía- y soñando, al mismo tiempo, con una nueva oportunidad. La ciudad no era tan grande, al fin y al cabo. Quizá en la misma estación del metro, a la misma hora; quizá en el mismo cine, o en el mismo barrio. No era imposible.

Pero fue en el parque, mientras me fumaba un cigarrillo sentado en un banco, mirando distraídamente las nubes. Solía escaparme allí a la hora del café, unos minutos para no pensar, para dejar pasar el tiempo y no pensar, sobre todo en ella. Y de pronto apareció, cargada con dos bolsas de supermercado. Una ráfaga de viento hizo girar un montón de hojas secas, un perro pasó corriendo, algún niño gritaba, las palomas picoteaban el suelo, un abejorro zumbaba junto a unas flores. Y yo solo miraba cómo ella se iba alejando poco a poco, cada vez más difícil distinguir su silueta entre los árboles, hasta que una fuente y un muro la ocultaron definitivamente. Me levanté, como si acabara de despertar de un sueño, y salí corriendo. Rodeé la fuente y el muro, pero era demasiado tarde. Otra vez.

No va a venir. Podría esperarla mil años, pero no va a venir, porque no sabe que existo, aunque la veo pasar frente al ventanal, camino de su trabajo, como todas las mañanas, con ese aire un poco ausente de las diosas. Y cada vez que pasa de largo, pido otro café y recuerdo aquel primer encuentro, cuando todo comenzó y se acabó en el mismo y preciso instante.

 



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