lunes, 12 de mayo de 2014

La Musa que no cesa



Post-expresionismo abstracto. La herencia viva del Action Painting. Die Brücke revisitado, el jinete azul del apocalipsis, fauvismo cuántico... 

Los críticos de arte no recordaban haber tenido que esforzarse tanto por tratar de clasificar y calificar la obra de un pintor desde las primeras vanguardias del siglo XX. La irrupción de Roberto Valterer en el panorama cultural obligaba casi a una redefinición de conceptos, y supuso el comienzo de una nueva era, no solo en el ámbito puramente artístico, sino incluso en estamentos habitualmente ajenos al mundo de las artes plásticas. Gente de la más variada condición caía seducida por el asombroso poderío de su pintura. Hombres y mujeres de todas las edades esperaban horas ante las puertas de las galerías para ser testigos del prodigioso mundo de formas que se desplegaba, misterioso y vivo, caleidoscópico y sorprendente, ante sus perplejas miradas. Los corazones se henchían de emociones y las mentes quedaban cautivadas por el enigmático hechizo que ejercía la obra de Valterer, y nadie podía evitar sentirse conmovido en presencia de sus pinturas.

Museos e instituciones de todo el planeta se disputaban el honor de contar en sus salas con alguna muestra de aquel prodigioso arte, y los coleccionistas desembolsaban cantidades nunca vistas para hacerse con una sola de sus obras. El mundo de la cultura asistía convulsionado al raro espectáculo de un artista elevado a la categoría de ídolo, a la consagración de un mito que en vida estaba alcanzando un insospechado nivel de popularidad, paralelo y parejo al prestigio académico.

Comenzaba el otoño, y se acercaba la fecha anunciada para la nueva exposición de Valterer, lo que constituía un acontecimiento a escala mundial. La expectación estaba justificada. El artista había permanecido recluido durante meses en su estudio, sin que trascendiera el más mínimo detalle acerca de lo que estaba preparando. Pero no cabía duda de que sería, una vez más, un éxito rotundo, una nueva apoteosis de la creación plástica, otro increíble viaje a ese universo sin nombre en que el ojo y el alma se perdían en la contemplación extática.

James Wilberforce, el marchante inglés que representaba a Valterer desde su primera exposición en Londres, se encontraba inquieto. Llevaba casi tres semanas sin tener noticias de Roberto, y aunque eso no era especialmente extraño tratándose de él, algo en su interior le decía que las cosas no marchaban bien. No contestaba sus llamadas, no le devolvía los mensajes, y a estas alturas ya tendrían que haberse reunido para ultimar los detalles del montaje. Nadie sabía nada de él, excepto que se había encerrado a pintar y habia pedido que no le molestaran bajo ningún concepto. 

Wilberforce se presentó, finalmente, en la puerta del estudio. Llamó insistentemente, pero no hubo respuesta. Él era el único que tenía llave, aparte del propio Roberto, pero se había comprometido a no utilizarla sin el permiso expreso del artista. Sin embargo, esta vez estaba convencido de que algo grave sucedía, y que su uso estaba plenamente justificado. Abrió la puerta y penetró en el sagrado reino de Valterer.

Lo que allí encontró le dejó literalmente paralizado. Eran las siete de la tarde, y la luz del sol comenzaba a declinar lentamente a través de los grandes ventanales que daban al río. Bajo la tenue iluminación pudo distinguir ocho o diez lienzos de diferentes tamaños. Había algo extrañamente familiar en ellos, apenas entrevistos en el claroscuro de la sala. Buscó con la mirada y llamó a Roberto en voz alta, pero nadie le contestó. Al parecer, Roberto Valterer no se encontraba allí. 


Lentamente se fue acercando a los lienzos. Fue entonces cuando la sorpresa se convirtió en perplejidad. Allí, frente a sus asombrados ojos, se encontraba, sin lugar a dudas, "La ronda de noche". Un poco más allá, todavía fresco sobre el caballete, "La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp"; también estaba "Andrómeda", "La novia judía", "Tobías y el ángel" y "El buey desollado". La obra esencial de Rembrandt reunida en el estudio de Roberto Valterer. Parecía recién pintada, aún se podía aspirar el inconfundible aroma del aceite de linaza y del óleo. Dos paletas yacían sobre unas banquetas, y varios pinceles y brochas habían rodado por el suelo. Ni rastro del peculiar mundo creativo de las obras de Valterer.

WIlberforce quiso asegurarse de que lo que estaba viendo era real, tal era su estado de estupefacción. Se acercó a uno de los cuadros y lo observó con detenimiento. No era un experto en la obra de Rembrandt, pero aquella era, sin discusión posible, su pincelada, aquellos sus colores, sus inconfundibles veladuras. Se dispuso a tocar con la punta del dedo la todavía levemente húmeda superficie. 


- ¡No lo toques! Es inútil, no conseguirás nada.

La voz, sin duda la de Valterer, salió cavernosa de entre un montón de mantas caídas en torno al sofá que hacía las veces de cama en el estudio. Wilberforce soltó un grito y se giró en dirección a la voz.

- ¡Por el amor de Dios, Roberto, casi me matas del susto! ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Estás bien? ¿Llamo a un médico?

- No llames a nadie. Y no, no estoy bien. No estoy nada bien. Para ser más preciso, ni siquiera estoy...

Valterer permanecía oculto por el amasijo de telas. Apenas se podía adivinar su silueta, recostado contra la pared, cubierto con una fina colcha como un sudario. Su voz sonaba extraña, teñida de un ligero acento difícil de identificar.

- ¿Se puede saber qué ocurre? ¿Me puedes explicar qué está pasando?-, dijo Wilberforce mientras se acercaba al lugar donde yacía la misteriosa figura.

- No te acerques más, por favor. Te explicaré lo que pueda, pero quédate ahí.

Wilberforce se detuvo, sin apartar la vista de aquel perfil que se recortaba difusamente a contraluz. Esperó.

- Tú me conoces desde hace años, James. Sabes que siempre he tratado de ser honesto en mi trabajo, que me he entregado a la pintura sin reservas, que he seguido mi camino de creación sin desviarme por efecto de las tendencias, el éxito o la crítica. Que siempre he intentado ir un poco más allá, eludiendo el recurso fácil o el efectismo. Después de la última exposición estaba muy cansado, saturado, y sentía que me costaba recuperar la ilusión por pintar. Así que decidí volver la mirada a los clásicos, buscar en ellos la motivación, el impulso para enfrentarme con un enfoque diferente al proceso creativo. Pasé horas visitando museos y pequeñas colecciones, consultando viejos catálogos, impregnándome del espíritu de los grandes del pasado. Aunque pueda sonar paradójico, este viaje en el tiempo me hizo sentir renovado, con ganas de indagar aún más profundamente en la esencia del arte.

Alentado por este impulso volví al taller y me puse a trabajar. Sin embargo, desde el principio me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Por más que lo intentaba, por mucho que me esforzara, lo que salía de mis pinceles no se correspondía en absoluto con lo que yo pretendía. Era incapaz de controlar los resultados, como si una mano invisible dirigiera mis gestos, como si una voluntad ajena me hubiera usurpado. Asistía al proceso inerme, anulado, ausente, como un títere bailando al compás de una música oculta. Me abandoné al fenómeno contra el cual no podía hacer nada, y cuando terminé el primer cuadro allí estaba: "Tobías y el ángel". ¡Acababa de pintar un Rembrandt! No como Rembrandt, sino un Rembrandt. ¿Cómo era posible? Y sin embargo ahí estaba, perfecto hasta el último detalle. Llegué a pensar que algún compuesto químico de los pigmentos me había intoxicado. Pero no, amigo, el cuadro era real, el Rembrandt era real.


Rápidamente me lancé sobre un nuevo lienzo, blandiendo con furia los pinceles en el vano intento de despertar de la pesadilla, de liberar mi alma de la posesión absurda que parecía aferrarme con violencia. Fruto de esa batalla fue "La ronda de noche". Después vendrían "La lección de anatomía", "Dánae", "El buey desollado"... No es posible describir la desesperación, la horrible impotencia que he sentido en estas últimas semanas. Pero ha sido esta misma mañana cuando el destino me ha asestado el último y definitivo golpe. 

Dejé a un lado las paletas y los pinceles y cogí una vieja plancha de zinc y un buril. Pensé que tal vez cambiando de técnica las cosas serían diferentes. Para completar la tarea, decidí colocarme frente a un espejo y enfrentarme a la prueba final. Ahí tienes el resultado.

Por debajo de la colcha surgió una mano temblorosa que señalaba algún lugar junto al ventanal. WIlberforce se acercó lentamente y encontró un caballete pequeño tapado con una tela negra. La apartó, y ante sus incrédulos ojos apareció el famoso autorretrato del joven Rembrandt, cuya inconfundible expresión de asombro y espanto se revelaba, al fin, llena de aterrador significado...


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