martes, 27 de mayo de 2014

Love Machine






Se podría decir que soy una persona solitaria, asocial, un misántropo o un marginado. Es cierto -y no me cuesta reconocerlo- que no disfruto de la compañía de otros seres humanos. Es algo que se remonta a mi infancia, y que con los años no ha hecho sino intensificarse. No soporto a mis congéneres, la mayoría de los cuales son meros muertos vivientes que corren en pos de una felicidad ficticia, víctimas de un sistema perverso que les engaña y somete, mientras les hace creer que son lo que no son, y les empuja a querer ser lo que nunca serán.

Pero todo esto no me convierte en un monstruo insensible. De hecho, vivo enamorado, absorbido en cuerpo y alma por el hechizo de una pasión conmovedora. Lo que comenzó como un loco amor a primera vista, fue creciendo hasta transformarse en un arrebatador romance que da un sentido completo a mi existencia. Cuando el Destino te depara semejante gracia, tu vida comienza a girar gozosamente en torno al objeto de tu amor, y todo lo demás pierde el interés, pues nada hay que te pueda colmar de felicidad de la forma en que él lo hace. Vives, sueñas y respiras por él; el mundo se torna un lugar pálido y gris, apenas un decorado sobre el que destaca poderosamente la belleza del amado. Todo es él, y lo demás se desvanece.


Y el amor hay que nombrarlo, y su nombre es Tiburón. Citroën DS23, 2347 cc, 132 CV, suspensión hidroneumática: la máquina más hermosa jamás construida. La cumbre de la creación automovilística, la más exquisita combinación de sofisticación mecánica y elegancia formal. Escultura rodante, escualo de acero bruñido, depredador del asfalto, poética encarnación metálica del mito futurista. Sus iniciales lo dicen todo: déesse, la diosa. Mi corazón le pertenece, y yo cuido el suyo -esos cuatro cilindros en línea, su inyección electrónica indirecta, su culata de aluminio- con la devoción del amante entregado. Suavemente acaricio sus curvas con la gamuza, haciendo brillar sus pulidas superficies bajo el sol de primavera. Dulcemente guío sus 1400 kilogramos de prodigiosa armonía por carreteras y caminos, atravesando majestuosamente las calles de la ciudad, como una criatura mitológica que hubiera abandonado el mundo de los dioses para deleitar a los mortales con su incomparable presencia.

Cuando me siento frente a su volante monobrazo y cierro la puerta, su interior se convierte en el añorado edén, un jardín de las delicias en el que aislarme del mundo y disfrutar de placeres vedados al resto de los vulgares habitantes del planeta. Mi universo privado, mi palacio sobre ruedas, mi Arcadia, mi vida...


No importa si no lo entendéis: amo a un Tiburón. 

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